miércoles, 3 de febrero de 2010

... Fresas Salvajes

Ayer fue cuando finalmente me di cuenta de que lo nuestro sería un imposible. Un mero juego imaginario que jamás pararía a hacerse realidad. Ocurrió cuando desgraciadamente comencé a materializar encuentros en un espacio de realidad. Nos imaginé tomando un helado, esperando en la cola del cine, adivinando colores en el lago, o quizás siendo algo atrevido me permití indagar como hubiese sido besarte. En definitiva durante unos segundos me concedí la oportunidad de soñar como podría haber sido abrazarte tras un cansado día de invierno, qué sentimientos hubiese despertado en ti el regalarte un retrato tuyo en palabras cargadas de afecto, de pasión, de un hondo amor que me permití imaginar como puro y sincero.
Tras pasear por mi mente estos maravillosos trocitos de tu esencia inmaculada, me fue imposible contener el aluvión que sobrevino. Sucedió de la misma manera que ocurrió con la caja de Pandora; brotó todo pero lo cerré en el momento justo para no permitir la salida a una única cosa: la esperanza.

Primero floreció una imagen en la que solo reíamos sin motivo concreto, únicamente reíamos intrascendentalmente como dos enamorados que no perciben el impregnamiento de lo efímero de este mundo. Tu me mirabas sin escrutinio, confiada, serena, feliz. Y el impacto de tus pupilas clavándose desenfadadas en mí, provocaba un irrefrenable destello de terrenal felicidad, que al menos en mi pensamiento era plena.

Luego apareciste concentrada mirando unos neumas mientras construías armonía, y cometías un fallo, pero decidida volvías de nuevo a interpretar aquel lenguaje musical. Era tal tu atención que la habitación en la que te encontrabas guardaba silencio para no perturbar tu minuciosa expresión artística. Pero era cuando la luz del atardecer penetraba en la habitación, el momento en que un aura de solemnidad e intemporalidad acompañaba a la melodía que acariciabas con tus delicados y gráciles dedos, con sus uñas bien perfiladas de un color rosado propio del Olimpo. Insignificante en la penumbra de una esquina yo me hallaba extasiado con tu interpretación de Bach, recorriendo con mis ojos tu estilizada figura al reflejo del sol de primavera. Tú, cálida, sentada delante de tu instrumento, articulando bella poesía polifónica, sin embargo inerte e inmóvil yo me hallaba como un inanimado “Hércules Farnesio” incapaz de acercarme a ti. Me encontraba encerrado en mi propia estructura, tan herméticamente sellada que aunque quisiese no permitía la entrada de ningún sentimiento. Era un bloque armado, aullando por liberarme de esa coraza que se alejaba de ti, pero no pude.
En ese instante desperté de mi ensoñación y te acercaste con una sonrisa que hasta al mismo Lucifer hubiese hecho apocarse. Una mirada directa pero respetuosa, sin permitir ningún ademán de picardía pero si algo de inocente sagacidad, y me dijiste:
-¿Sabes si un retraso en la devolución de los libros no me dejará renovarlos?

Y en una jerga casi incomprensible, mezcla de farfulleo y balbuceo te respondí algo de mediana congruencia. Mas todavía recordaba vívidamente la ensoñación que antes había tenido. Y fue entonces cuando en mi interior dilucidé que jamás debería volver a permitir surgir esos pensamientos, pues solo el pensar en estar contigo, me provocaba una profunda sensación de culpabilidad. No debía ni acercarme demasiado pues tú merecías ser feliz y yo no era nadie para interferir entre tu y tu felicidad.
Me enjuicié a mi mismo y me reprendí por haber posibilitado emerger el sueño de estar contigo. Entonces volví a mis quehaceres filosóficos, donde mi buen amigo Inmanuel Kant me aguardaba para que desentrañase junto a él su racionalismo universal